Pues sí, éste fue el primer libro de cocina que me compré |
Hay
gente que odia la cocina. Que come porque hay que comer, y guisa
porque no le queda más remedio. Personas que a la primera de cambio
sale a comer fuera, y no es más feliz que cuando le ponen el plato
sobre la mesa y evita tocar una sartén. Luego estamos los que casi
preferimos cocinar a comer. Los que nos quedamos lelos ante un libro
de recetas, y nos basta con leer cómo se prepara un plato para
disfrutarlo. Los que consideramos la necesidad fisiológica de llenar
el buche un regalo de la naturaleza.
Mi
caso es el típico de “basta que te lo prohíban para que lo desees
con más fuerza”. Cuando era pequeña, mi madre era ama y señora
en la cocina. Era su territorio, y nadie más que ella cocinaba. Yo
tenía derecho a muy poco cerca de los fogones. Ante eso, yo podía haber pasado del tema, total, era inútil insistir, y cocinar era cosa de madres, como planchar o cambiar las sábanas, un aburrimiento. Pero no. La cocina tenía algo distinto que no tenían otras tareas domésticas tediosas y nada apetecibles (jamás le he cogido el gusto a limpiar el polvo o limpiar baños). De hecho, uno de
los mejores momentos del día para mí era el final de la tarde, la
hora de preparar la cena, cuando ya terminados los deberes y con un rato
libre que podía haber aprovechado para jugar, me iba con ella a la
cocina a mirar cómo cocinaba. Me encantaba el trajín de platos,
cuchillos y sartenes. Verla pelar y cortar las patatas para freírlas
(mi padre es un loco de las patatas fritas, y las pedía para cenar
un día sí y otro también), cascar los huevos y batirlos hasta
dejarlos convertidos en pura espuma... Todo me parecía fascinante.
Desde el hecho de poder decidir qué se cenaba, ir a comprarlo (los
días de vacaciones en los que podía acompañar a mi madre al
mercado también eran para mí de lo mejorcito de no tener colegio),
y después convertirlo en cosas ricas me parecía pura magia. Hojear
libros de cocina también me gustaba mucho. Pensar que un día sería
yo quien cocinaría, y no sólo las recetas típicas que no había
que tener apuntadas, porque te las sabías de memoria, sino también
nuevas, de las de los libros, de ésas que mi madre nunca hacía
porque era demasiado lío. Para mí nunca sería demasiado lío. Y no, no lo es.
Yo
seguí creciendo, y tampoco de adolescente tuve derecho a mucho más
en lo que a cocinar se refiere. Mis amigas me contaban que tenían
que hacerse la comida cuando su madre no estaba, y yo me moría de
envidia. Porque yo seguía sin poder hacer mucho más que pelar
patatas o remover las lentejas cuando mi madre salía a por el pan.
Aquello seguía siendo terreno vedado, pero el día en que yo tendría
mi propia cocina se acercaba. Hasta que llegó.
Me
independicé, y de pronto tuve que hacer de comer. Me compré libros
y más libros, y probé platos nuevos. También empecé a hacer
platos de los de mi madre, con el consiguiente desconcierto del
novato ante los “un puñado”, “lo que pida” o “como tú
veas”. Ahora he dado ese paso de no retorno en el que cambio cosas
de las recetas sin miedo y con buenos resultados. Ya he entendido el
concepto “lo que pida”. Supongo que ya sé escuchar a los guisos.
Quién me lo iba a decir.
Ahora
cocino a diario. Planificar el menú de la semana e ir a comprar, esa
pesadilla para mucha gente, me gusta tanto como comer. Disfruto mucho
saliendo a comer fuera, pero aún más me gusta comer dentro. A pesar
de tener en contra un factor tan disuasorio para muchos como es tener
que cocinar para uno solo. No es nada fácil, pero con el tiempo he
ido depurando la técnica de reducir al máximo cantidades o, si no
se puede, congelar. Me gusta cocinar porque está rico, es creativo y
me hace sentir independiente y lista.
Me ha encantado el post ;-)
ResponderEliminar¡Gracias, Miri! ¡Un gusto tenerte también por aquí! :-**
ResponderEliminarA mí también me ha gustado mucho..
ResponderEliminarCómo cada persona se va acercando a sus aficiones, me resulta siempre muy interesante.
La cocina, para mí, es una forma de reconciliarme con el mundo.
:*