miércoles, 26 de agosto de 2015

Por qué las llaman "muffins" cuando quieren decir "magdalenas", y viceversa

¿Qué son? ¿Muffins o magdalenas?

Porque, señores, una cosa es una magdalena y otra un muffin. Aunque se parezcan. Aunque los señores pasteleros quieran hacernos creer que uno es más "cool", más molón y, evidentemente por esa razón, uno debe ser más caro que la otra. Pues no. Una magdalena es una magdalena. Y un muffin, eso: un muffin. Vamos a ver qué los hace distintos, pero no por eso ni mejor ni peor uno que la otra.

Empecemos viendo las coincidencias. ¿Qué tienen en común una magdalena y un muffin? El formato. Ambos son unos bollitos individuales. Bastante portátiles y fáciles de comer sin necesidad de nada, ni plato, ni cubiertos. Envueltos parcialmente (aunque no siempre) en un papel que también hace de molde. Un bizcochito que invita a ser mojado en leche. A ser posible caliente. Un bocado de los llamados "comida reconfortante" (el famoso "comfort food"). De la que te hace sentir a salvo, en casa. De la que te recuerda mimos de infancia y que todo va a salir bien.

Pero ambos dulces no son iguales. Aunque lo parezcan. Para empezar, no vienen del mismo sitio.

Las magdalenas son francesas. Los muffins apareceron inicialmente en Inglaterra, como unos simples bollitos de pan que se rellenan de mermelada o mantequilla, y cuando los emigrantes británicos los "trasplantaron" a Estados Unidos  mutaron en los bollitos dulces primos hermanos de las magdalenas que conocemos ahora.
Muffins ingleses, foto de Eloy, El Panadero Casero. Su receta, aquí.
Sus fechas de aparición son similares. Las magdalenas parece ser que aparecieron a finales del siglo XVIII. Los primeros muffins, los británicos, a principios. Sin embargo, los muffins USA son cosa del siglo XIX.

La historia de las magdalenas tiene su puntito de cuento de hadas, con sirvienta que saca de un apuro a su señor gracias a la vieja receta de su abuela. En 1755, Madeleine Paulmier preparó las primeras magdalenas en plena crisis doméstica en el palacio de Stanislaw Leszczynski,  rey de Polonia y Lituania y Duque de la Lorraine, en Francia. Allí, a horas escasas de celebrar una gran fiesta, el cocinero se enfadó, montó el numerito y se largó dejando pendientes los postres. Madeleine se puso manos a la obra y salió del paso con unas cuantas hornadas de unos bollitos de bizcocho con aroma de limón con forma de concha (los papelillos de las magdalenas aparecieron más tarde) que gustaron tanto a su señor y a los invitados que terminaron llevando su nombre (y el de su ciudad, Commercy) y poniéndose de moda en los más selectos salones parisinos. 

Magdalenas de Commercy. Imagen cortesía de Wikipedia
Los muffins "de pan" emigraron con los colonos británicos a ultramar durante todo el siglo XIX, y allí se fueron endulzando cada vez un poco más, incorporando frutas, chocolate, especias... 

Pero las verdaderas diferencias entre magdalenas y muffins saltan a la vista, para empezar. 

Esto no es un muffin. Es una magdalena. Sin cosas. Sólo el bizcocho esponjoso y bien alto. 
Las magdalenas son esponjosas, "suben", tienen un copete que sobresale por encima del papelillo o molde en el que se hornean. Eso es por obra y gracia de la forma de tratar a la masa, ya que, aparte de la levadura química que se le echa, puede incluso llevar claras batidas a punto de nieve para darle más ligereza a la masa. Si añadimos a eso un reposo en la nevera de un rato largo antes de ir al horno, las magdalenas tendrán una esponjosidad considerable.

Los muffins no suben. Son menos esponjosos, más densos y húmedos que las magdalenas. También llevan levadura, pero menos, y se recomienda no batir en exceso la masa, sólo un poco para mezclar los ingredientes, pero sin marearla. 

Esto no es una magdalena. Es un muffin. Más bajito, no sobresale del borde del molde. 
El sabor también delata a un muffin. Son menos dulces que las magdalenas, pero a diferencia de ellas sí que llevan cosas dentro. Las magdalenas no tienen tropezones: sólo llevan un poco de azúcar por encima, y ya. Sin embargo, dentro de un muffin podrás encontrar fruta (arándanos, plátano, manzana...), chocolate, especias (canela, vainilla...). Pero no tienen por qué ser siempre dulces; hay versiones saladas (jamón york y queso, tomate y queso de cabra, calabacín y parmesano...). Pueden hacerse con mantequilla o con aceite, pero siempre llevarán menos cantidad de grasa que las magdalenas.

Así que, no os dejéis engañar. Ni las magdalenas son las parientes pobres porque cuesten poco y vayan muchas y todas juntas en una bolsa, ni los muffins son la "crème de la crème" porque tengan un nombre inglés y las vendan de una en una y a precio de oro. Son cosas distintas, cada una tiene su momento y su público. 

Si queréis comprobar vosotros mismos las diferencias entre magdalenas y muffins, en internet hay infinidad de recetas, pero no hace falta ir tan lejos: en Chez Thérèse tenéis receta de ambas cosas:

viernes, 14 de agosto de 2015

La olla de cocción lenta, aka Marilenta


La olla de cocción lenta (o crockpot) es, a día de hoy, una desconocida para el gran público en España. Poquito a poco se va a abriendo paso en las cocinas de este país, pero estoy segura de que si hiciéramos una encuesta por la calle, la mayoría de la gente no tendría ni idea de lo que es. Y aunque no infravaloro la culturilla gastronómica y cocineril de mis lectores, y seguramente algunos de ellos incluso ya tengan una en sus casas, hoy voy a dedicarle este espacio al aparato de cocinar más poco veloz del mercado, y sin embargo, el más auténtico y respetuoso con la tradición del chupchup de toda vida: la olla de cocción lenta. También conocida en mis dominios como "La Marilenta". 

Lenta, muy lenta, como lentas eran las cocciones de antaño. Las de los caldos sustanciosos de las abuelas. Las de los cocidos de olla de barro, sarmientos y horas haciéndose, sin prisas. Ésa es precisamente la baza con la que juega este invento. La lentitud, la temperatura baja, pero constante y durante muchas horas, demasiadas para nuestros esquemas habituales de lo que debe durar la elaboración de un plato. Porque en nuestras mentes apresuradas del siglo XXI, entra con dificultad dejar "al fuego" algo durante ¿8 horas? ¿Y salir de casa y dejarlo cociendo mientras vamos a trabajar? ¿Dejar solo y encendido algo que se está cocinando? ¿Y si sale ardiendo? ¿Se pegará? De entrada, la idea cortocircuita nuestras costumbres de toda una vida, pero basta con investigar un poco para entender que precisamente si estos aparatos aparecieron fue para recuperar aquella cocina de nuestras tatarabuelas, pero adaptada a la forma de vida de un siglo en el que tenemos muchas más ocupaciones que quedarnos sentadas mirando la olla y espumando el caldo del cocido.


La olla de cocción lenta es un artefacto sencillo: una base metálica, con una resistencia oculta a la vista que se calienta al enchufarla a la red eléctrica, pero nunca a más de 120ºC. En esa base, se encaja una olla de material cerámico, provista de una tapa transparente. La idea de la transparencia de la tapa no es gratuíta: es la forma de ver lo que se está cociendo, ya que no se debe destapar la olla lenta mientras trabaja. Si no podemos resistir la tentación de mover el guiso (costumbres adquiridas durante toda una vida de cocinar en fogones al uso...), hay que tener en cuenta que tendremos que añadir unos 15-20 minutos más al tiempo previsto en la receta. La olla tendrá un interruptor (digital o simplemente de ruleta con varias posiciones), con tres temperaturas: Low o baja (unos 70ºC), High o alta (sube gradualmente desde los 70 iniciales hasta llegar a los 120ºC) y Auto (esta opción empieza en alto y va bajando poco a poco, para mantener caliente, pero bajito, el guiso al final de la cocción). Otra posición de la que disponen algunas ollas es "Keep Warm", o sea, mantener caliente, sin apagar del todo la olla cuando ya está terminado el guiso. Estas ollas pueden enchufarse junto con un temporizador, lo cual permite programar la hora de inicio, las horas de cocción y el momento en que deberá apagarse ella sola. 

Porque ésa era la idea cuando aparecieron las primeras ollas lentas a principios de los 70. Poder "olvidarse" de la comida, que se hiciera ella sola, despacito, mientras las mujeres se ocupaban de otras cosas. La cuna de las crockpot fue Estados Unidos, y allí son tan populares como puede serlo la olla express en nuestras cocinas. Las señoras norteamericanas fueron las primeras en cocinar la comida del mediodia durante la noche, o de dejar haciéndose el estofado toda la tarde para encontrarlo hecho al volver a casa a la hora de la cena. 

Pero ¿una olla funcionando horas y horas? ¿Y la factura de la electricidad? Pues resulta que estos aparatejos consumen menos que un mechero. Concretamente, aquí puede verse una comparativa donde comprobar lo poquito que gastan.

¿Y qué se puede cocinar en una de estas ollas? Pues prácticamente todos los guisos de toda la vida, carne en salsa, con patatas, legumbres, sopas y caldos... incluso se pueden hacer bizcochos o arroz con leche. Muchas de sus preparaciones no requieren más que meterlo todo junto en la olla, taparlo y dejarlo cociendo el tiempo correspondiente. Son las recetas conocidas entre los iniciados como "tó p'adentro". Otras requieren una preparación mínima: rehogar en una sartén la verdura, o sellar la carne antes de meterla en la olla. 

Aunque la crockpot aún no es tan popular como sus primas las ollas rápidas o la Thermomix, poco a poco, van apareciendo más foros, blogs y recetas adaptadas a este electrodoméstico. Pero sin lugar a dudas, la página más interesante, completa y continuamente actualizada es la que lleva Marta Miranda, crockpotting.es, junto con su foro en Facebook. A ella os remito si queréis haceros una idea del mundo de infinitas posibilidades que ofrece esta ollita tan apañada e independiente, que aparte de hacerlo (casi) todo ella sola, sin necesitarnos para nada, no ensucia la cocina, no salpica y no llena de humo u olores la cocina. Un chollito, vaya.

Ollita u ollaza, porque en el mercado hay bastantes tamaños de crockpot, adaptados a la cantidad de gente para la que tengas que cocinar. Desde la más pequeña, de 1,5 litros, donde cocinar para una o dos personas, hasta la más grande, de 8 litros y para un regimiento, con varios tamaños intermedios. Es difícil todavia ver ollas de cocción lenta en las tiendas físicas de electrodomésticos, pero en Amazon o en tiendas de menaje como Lakeland se encuentran muchas y de muy diversos formatos y calidades. Los precios oscilan entre los 35 y los 250 euros. 

Yo tengo dos "Marilentas", las que aparecen en las fotos de este post. Una grande, de 4,5 litros, que compré en una tienda Worten, una Kenwood CP707. Pero se me hacía demasiado grande para mi sola, así que hace unos meses cogí una pequeñita, de 1,5 litros en Lakeland.

(Update: 28 de marzo de 2016: Mi olla mini perdió una de sus asas contra el fregadero, así que me ha tocado buscar una sustituta. Esta vez no me he ido tan lejos como con su antecesora, y la he comprado en las Tiendas MGI por 10 euros más gastos de envío. Total: 13,99 euros.)

lunes, 3 de agosto de 2015

El queso Comté

Foto cortesía de la tienda online comte-morbier.com
Hubo un tiempo en el que yo no quería comer queso. Ni siquiera me llamaban la atención los quesitos de El Caserío, pura golosina infantil en mis años mozos. La razón: en mi casa sólo entraba el maldito queso manchego, viejo, muy curado y maloliente para mi padre, semicurado o tierno para mi madre y para mí. Un queso con el que mi madre me hacía unos bocadillos resecos que me duraban media tarde, imposibles de tragar. El pan de pisola lleno de picos que se clavaban en las encías tampoco ayudaba mucho, la verdad. En fin, que yo comía queso porque no me quedaba otra, pero era una de las cosas que menos gracia me hacían.

Luego pude elegir no merendar queso, y dejé de lado este lácteo durante muchos años. Hasta que fui a Francia. Y allí todo cambió.

Porque de repente descubrí que el queso era un mundo mucho más amplio y rico que el maldito queso manchego de mis meriendas infantiles. Que el queso podia ser algo cremoso, con sabores distintos y sorprendentes. Y de pronto me volví ratona. Quesera a muerte.

Descubrir el Saint Marcelin o el Saint Felicien fue un shock. O darme cuenta de que me gustaban los quesos potentes, tanto como el mismísimo Roquefort. Constaté que no soy de quesos insulsos y que me gusta probarlo todo, salvo los quesos frescos, sigo sin poder con ellos. Pero sin duda alguna, el queso que más me gustó, el que busqué cuando volví a España y no paré hasta encontrar donde comprarlo y hacerle un hueco perpetuo en mi frigorífico fue el Comté.

El Comté es todo lo que nunca será el Emmental o el Gruyère: un queso con alma, con carácter, con sabor. Es uno de los más consumidos en Francia, y no es de extrañar, porque es de lo más versátil: lo mismo vale para tacos de aperitivo que para daditos en ensalada, para rallar y gratinar con él, para hacer una fondue o para enriquecer un puré demasiado soso.

Como tantos otros productos de origen antiguo, el Comté surgió como la mejor manera de conservar el excedente de leche en zonas muy aisladas de los Alpes. Así se dieron cuenta de que podían guardar la leche que de otra manera se echaría a perder haciendo quesos enormes (una rueda de Comté puede llegar a pesar 40 kilos y emplear en ella 450 litros de leche) que aguantaban muy bien hasta el siguiente día de mercado. Meses enteros que no sólo no estropeaban el producto, sino que mejoraban sensiblemente el resultado final. De hecho, los mejores quesos Comté son los mas curados (los llamados "de excepción" llegan a los tres años de maduración). aunque un Comté ya está curado con un mínimo de entre cuatro y seis meses.

Se trata de un queso de leche de vaca cruda que debe la cantidad de matices de su sabor a una característica muy especial de los pastos que comen sus vacas. Teniendo en cuenta que este queso se da en el departamento del Jura (el antiguo Franco Condado) y que en esa zona hay una diversidad de plantas de más de 2.000 especies (el 40% de la flora francesa), el queso Comté desarrolla una interesante paleta de sabores que otros quesos de ese tipo no logran ni de lejos, especialmente los quesos "de verano", es decir, los que se hacen entre los meses de junio y septiembre. Ese sabor tan especial, pero no marcado ni fuerte, es lo que hace al Comté un queso tan agradable de comer, tanto solo como en multitud de recetas de cocina.

Por suerte, el omipresente e insípido Emmental va dejando paso a otras opciones bastante más sabrosas y cada vez se ve más el Comté por España. Los hipermercados Carrefour, franceses ellos, tuvieron la feliz idea de incluirlo en sus tiendas en España, pero ya no son los únicos: se va encontrando poco a poco en cada vez más supermercados, y las charcuterías también van dándose cuenta del juego que da este queso. También se encuentra en algunas tiendas online, como Mumumio. Aunque los gastos de envío pueden hacer que cueste más el collar que el perro, muchas "fruitières" (es el nombre de las queserías que hacen Comté) del Jura venden sus quesos online, es cuestión de investigar un poco a ver si merece la pena un pedido grande.