viernes, 20 de noviembre de 2015

Los superalimentos, los nuevos aliados de una nutrición saludable

Ensalada de quinoa y salmón con germinados y papel de arroz
Germinados de trigo sarraceno
Porque comer es un placer y puede seguir siéndolo cuando comemos bien, es necesario que, poco a poco, abramos las puertas de nuestras rutinas alimentarias a productos que pueden hacer mucho bien a nuestra salud. Nuevos ingredientes que, ojito, no son milagrosos, pero sí que pueden dar a nuestra dieta un giro más saludable. Si además cambiamos rutinas sedentarias por movernos un poco más, miel sobre hojuelas. ¿Y si les damos una oportunidad a los "superalimentos"?


Ese fue el mensaje que Aegon Seguros, junto a varios profesionales de la restauración y de la salud, intentaron transmitir en una masterclass de lo más interesante el pasado jueves, en su sede de Madrid. Por un lado, el nutricionista Axel Ceinos, y el gerente médico de Aeon, Alvaro Ocano, nos recordaron a los asistentes las pautas para una alimentación equilibrada que a todos nos suenan, pero que no siempre somos capaces de hacer. Porque no come mejor quien come menos, sino quien come equilibradamente, bebe agua y se mueve al menos 20 minutos al día caminando. Dormir entre 6 y 8 horas también es la clave de una mejor salud. Mantener la mente ocupada y controlar la ansiedad y el stress son importantes para que la calidad de vida mejore. ¿Demasiadas cositas que tener en cuenta en nuestro día a día de prisas y acelere? Pues sí, pero nuestro bienestar bien lo vale. Y demasiado a menudo lo olvidamos hasta que tiene que intervenir el médico...

Grosellas de mar. Una explosión de sabor marino en la boca.
Pero la tradicional dieta equilibrada y mediterránea que todos conocemos (aunque no siempre la sigamos...) tiene nuevos protagonistas en los últimos tiempos. Son los superalimentos. Luis Bartolomé, Chef ejecutivo del Hotel Nh Collection Eurobuilding de Madrid, y director gastronómico del Restaurante Domo y Mª Rocío Alhambra, Sous chef en el hotel Nh Collection Eurobuilding (responsables ambos de la escuela de cocina Mimentos.es), nos acercaron a varios de esos productos, aún exóticos y poco frecuentes en nuestras mesas, pero que no resultan tan difíciles de integrar en nuestros menús, y que merece la pena tener presentes vistas las propiedades que guardan en su interior. De hecho, muchos están ya, aunque no somos aún conscientes de lo buenos que son para nuestra salud: granadas, brocoli, almendras, nueces, aguacates, limones, salmón... Otros son más desconocidos, como el alga espirulina, la quinoa, las semillas de chia, los germinados o las grosellas de mar. Pequeñas bombas de vitaminas, minerales y, en definitiva, salud, que deberíamos meter poco a poco en nuestras despensas. Los dos chefs de Mimentos nos dieron ideas para introducir esos superalimentos en los menús diarios (brotes de germinados "cultivados" en casa en ensaladas o sandwiches, quinoa en ensaladas, semillas de chia en postres, espirulina como un condimento similar a la sal o las especias, zumo de trigo verde, etc...). Sólo es cuestion de abrir nuestros horizontes culinarios y darle un poco de margen a la imaginación para integrarlos poco a poco en nuestar dieta: nuestra salud lo agradecerá.

martes, 17 de noviembre de 2015

El Pastel Ruso: historia y curiosidades


Hoy vamos a indagar un poco en el origen de un postre de nombre evocador e historia exótica y legendaria: el Pastel Ruso. Un dulce tan rico, tan fino y tan distinto que merece tener un origen así, aristocrático y un pelín increíble. Si nunca habéis probado uno, después de leer este post seguro, seguro que tendréis ganas de ver cómo sabe.

El Pastel Ruso es un dulce que, así, de entrada, no entra por los ojos. Nada de colorinchis, cremas, natas o fondants decorando artísticamente torreones de bizcocho. El Ruso es un pastel discreto y fino, como esas señoras elegantes y sobrias que no necesitan emperifollarse para destacar. La primera impresión al verlo es que estamos ante una milhoja finita, de un solo piso, pero con crema en lugar de merengue entre dos láminas de algo que no parece es hojaldre. En efecto, este postre está compuesto de dos láminas finas de bizcocho de merengue almendrado relleno de un exquisito praliné de avellanas y mantequilla. Una bomba de sabor y texturas diferentes que no deja indiferente y, cuando gusta, es realmente adictivo. Y ojito, apto para celíacos, ya que no lleva harina de trigo.

He visto varias recetas en Internet de Pastel Ruso, pero personalmente creo que es un postre demasiado complicado técnicamente para hacer en casa. Es de esas elaboraciones en las que no merece la pena el esfuerzo, y que por muy buena repostera que una sea sabes de sobra que nunca, jamás, te va a salir igual que en un obrador. Pero por si alguno quiere intentarlo, dejaré al final del post algún enlace a esas recetas.

La leyenda dice que con motivo de la Exposición Universal de París de 1855, la española Eugenia de Montijo, casada con el emperador Napoleón III, ofreció un banquete con un invitado de honor, el Zar Alejandro II. La emperatriz era un icono de moda, elegancia y refinamiento, y sus cocineros y pasteleros de lo más puntero de la época. Así que su alteza imperial eligió este pastel para lucirse ante un invitado de tanto relumbrón. El  Zar y su corte lo probaron y quedaron fascinados, tanto que les pidieron la receta y desde entonces fue bautizado con el nombre de Pastel Imperial Ruso.

Pasteles rusos hay muchos, en muchos sitios y desde los años cuarenta, con distintas variantes, pero siempre jugando con el tipo milhoja y distintos rellenos (en Bilbao, el la crema de praliné se sustituye por merengue).

Los pasteles rusos más conocidos (y los que se encuentran con más facilidad en cualquier sitio del país, sin necesidad de tener que viajar al norte de España, ya que los venden en El Club del Gourmet de El Corte Inglés y también pueden comprarse por Internet) son los que salen de los hornos de las pastelerías Ascaso, en Huesca. Esta pastelería, una empresa familiar con más de 120 años de historia, elabora el Ruso desde 1974, y es gracias al actual propietario, Vicente Ascaso Martínez, y sus viajes al otro lado de la frontera, a la zona del Béarn. Francia está cerca de Huesca, y el Pastel Ruso le llamó mucho la atención al señor Ascaso en sus viajes al país vecino. Pero ya se sabe cómo son estas cosas: por más que preguntaba cómo hacían semejante delicia, la receta era secreta. Así que, decidido a conseguir que un Pastel Ruso saliese de sus obradores, junto al entonces maestro pastelero de la casa, Antonio Oliván, probaron y probaron sin descanso hasta dar con el delicioso Ruso que desde entonces no ha hecho más que ganar adeptos. Una receta que costó encontrar y que, ahora mismo, es igualmente un secreto muy bien guardado. Y que no piensan variar, visto el éxito que tiene.

Por cierto, para los madrileños una buena noticia: Ascaso tiene previsto abrir una pastelería antes de que termine el año en la calle Zurbano, 25.


Pastelería Ascaso: pasteleriaascaso.com

Pastelería francesa de Oloron, origen del pastel ruso de Ascaso: artigarrede.com


La foto del Pastel Ruso es la la web de Pastelería Ascaso

domingo, 15 de noviembre de 2015

¿Soy una foodie?


Uno de mis primeros recuerdos soy yo suplicando a mi madre que me dejara su caja de las recetas. Un archivador de cartón de La Lechera, con el lema "Sugerencias que nutren y deleitan", de esos que te enviaban con unas cuantas etiquetas de la leche condensada. Ahí, aparte de las fichas para hacer batidos, cocadas o pudin de pan, mi madre guardaba el librito de Knorr, el de Maizena, el del Tulipán o las instrucciones con recetas de la batidora Braun Minipimer o las de la olla a presión Magefesa. Efectivamente, en mi casa en aquella época no había dinero para libros de cocina, así que mi madre se arreglaba con los que podía conseguir juntando etiquetas y pagando un precio simbólico contra reembolso. Esos libritos fueron mi primer contacto con los recetarios, y me enamoraban. Podía tirarme horas primero mirándolos, porque no sabía ni leer cuando ya los hojeaba, y luego leyéndolos y soñando en el día en que yo pudiera hacer todas esas cosas tan ricas y tan bonitamente dispuestas. Un día, mi madre me dio el archivador y yo no pude ser más feliz. Si me hubiese dado el collar de diamantes de la familia que ha pasado de madres a hijas desde el siglo XVII no me hubiese puesto más contenta.

Esto viene a que no sé cómo me las apaño pero me doy cuenta de que las páginas que más consulto, los blogs que más me gustan y las actividades que más satisfacción me dan son las relacionadas con los guisos y las cosas del comer. Igual que entonces, pero a lo bestia, gracias a Internet. Sigo embelesándome con los libros, me atonto mirando blogs y saltando de uno a otro de enlace en enlace, y me prohibo dejarme caer por Pinterest porque si entro no hay manera de salir. Compro y compro libros de cocina, a pesar de mis propósitos de parar algún día, y me faltan comidas y cenas para hacer todo lo que quiero probar y repetir porque ya me ha salido bien. Me fascina tanto el mundillo de la cocina, de los alimentos, de los productos de la tierra que me sorprende hasta a mí. No por la novedad, porque como digo viene de muy lejos, sino por cómo ese gusto se ha ido imponiendo a codazos, relegando a su paso otras aficiones que he ido aparcando con el tiempo. Mientras que la gastronomía ocupa cada vez más mi cabeza y mi corazón.

A eso lo llaman ahora ser un foodie. Yo siempre lo he llamado ser un cocinillas, pero ya se sabe: todo en inglés suena mejor y más molón.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Gastrocosas - El Origen

Pues sí, éste fue el primer libro de cocina que me compré

Hay gente que odia la cocina. Que come porque hay que comer, y guisa porque no le queda más remedio. Personas que a la primera de cambio sale a comer fuera, y no es más feliz que cuando le ponen el plato sobre la mesa y evita tocar una sartén. Luego estamos los que casi preferimos cocinar a comer. Los que nos quedamos lelos ante un libro de recetas, y nos basta con leer cómo se prepara un plato para disfrutarlo. Los que consideramos la necesidad fisiológica de llenar el buche un regalo de la naturaleza.

Mi caso es el típico de “basta que te lo prohíban para que lo desees con más fuerza”. Cuando era pequeña, mi madre era ama y señora en la cocina. Era su territorio, y nadie más que ella cocinaba. Yo tenía derecho a muy poco cerca de los fogones. Ante eso, yo podía haber pasado del tema, total, era inútil insistir, y cocinar era cosa de madres, como planchar o cambiar las sábanas, un aburrimiento. Pero no. La cocina tenía algo distinto que no tenían otras tareas domésticas tediosas y nada apetecibles (jamás le he cogido el gusto a limpiar el polvo o limpiar baños). De hecho, uno de los mejores momentos del día para mí era el final de la tarde, la hora de preparar la cena, cuando ya terminados los deberes y con un rato libre que podía haber aprovechado para jugar, me iba con ella a la cocina a mirar cómo cocinaba. Me encantaba el trajín de platos, cuchillos y sartenes. Verla pelar y cortar las patatas para freírlas (mi padre es un loco de las patatas fritas, y las pedía para cenar un día sí y otro también), cascar los huevos y batirlos hasta dejarlos convertidos en pura espuma... Todo me parecía fascinante. Desde el hecho de poder decidir qué se cenaba, ir a comprarlo (los días de vacaciones en los que podía acompañar a mi madre al mercado también eran para mí de lo mejorcito de no tener colegio), y después convertirlo en cosas ricas me parecía pura magia. Hojear libros de cocina también me gustaba mucho. Pensar que un día sería yo quien cocinaría, y no sólo las recetas típicas que no había que tener apuntadas, porque te las sabías de memoria, sino también nuevas, de las de los libros, de ésas que mi madre nunca hacía porque era demasiado lío. Para mí nunca sería demasiado lío. Y no, no lo es.

Yo seguí creciendo, y tampoco de adolescente tuve derecho a mucho más en lo que a cocinar se refiere. Mis amigas me contaban que tenían que hacerse la comida cuando su madre no estaba, y yo me moría de envidia. Porque yo seguía sin poder hacer mucho más que pelar patatas o remover las lentejas cuando mi madre salía a por el pan. Aquello seguía siendo terreno vedado, pero el día en que yo tendría mi propia cocina se acercaba. Hasta que llegó.

Me independicé, y de pronto tuve que hacer de comer. Me compré libros y más libros, y probé platos nuevos. También empecé a hacer platos de los de mi madre, con el consiguiente desconcierto del novato ante los “un puñado”, “lo que pida” o “como tú veas”. Ahora he dado ese paso de no retorno en el que cambio cosas de las recetas sin miedo y con buenos resultados. Ya he entendido el concepto “lo que pida”. Supongo que ya sé escuchar a los guisos. Quién me lo iba a decir.


Ahora cocino a diario. Planificar el menú de la semana e ir a comprar, esa pesadilla para mucha gente, me gusta tanto como comer. Disfruto mucho saliendo a comer fuera, pero aún más me gusta comer dentro. A pesar de tener en contra un factor tan disuasorio para muchos como es tener que cocinar para uno solo. No es nada fácil, pero con el tiempo he ido depurando la técnica de reducir al máximo cantidades o, si no se puede, congelar. Me gusta cocinar porque está rico, es creativo y me hace sentir independiente y lista.