jueves, 25 de junio de 2015

Arqueología de la fidelización - de los recetarios contrareembolso a las apps

Hace algún tiempo, no había Internet. "Pero, ¿qué me estás diciendo, insensata?", pensarán algunos. Pues sí, aunque ahora nos falte el aire sólo de pensar que no tenemos conexión o que se nos muere la tarifa de datos, los más viejos del lugar cuentan que años atrás no había ordenadores en las casas, sino simples máquinas de escribir, de las que hacían mucho ruido al aporrear sus teclas. Ni tampoco esos teléfonos sin cables que siempre van con nosotros y que nos permiten buscar en cualquier momento la receta adecuada a las cuatro cosas que tenemos en la nevera, o cómo se hace ese plato que se nos antoja de repente, sólo porque alguien en la oficina contó que anoche cenó comida hindú. 

Pero en aquellos años de oscuridad y dominio del papel impreso, aparte de los libros de recetas, que aún se mantienen en nuestras estanterías (recordadme que un día de estos hable de mi Gastrobiblioteca), también había cocinillas, o sea, los foodies de ahora, gente aficionada a las cosas del comer, a las nuevas recetas, a probar platos que se salieran del sota, caballo y rey de sus madres y abuelas. Aunque no se llamaran así, y simplemente fueran señoras amas de casa (mayoría aplastante de féminas en unos tiempos en los que salir a trabajar fuera de casa quedaba reservado a los señores y sólo a ellas cuando la necesidad o la ausencia de un marido apremiaba...), mujeres a las que les tocaba guisar a diario por narices, y que se convertían en el "target" ideal de las marcas comerciales y sus estrategias de fidelización.

¿Y cómo se establecía el contacto antaño entre las marcas y los consumidores? Pues a la antigua, con papel, sellos de correos y cartas en el buzón del portal. Las empresas de alimentación siempre intentaron llegar más allá y no limitarse a meter sus productos en la cesta de la compra, sino también formar parte de la vida de las cocineras. Colarse en las cocinas más a menudo. "Obligar" a comprar sus productos, crear la necesidad de ellos. Y lo conseguían, de varias maneras. Una era poner recetas en los envases de los productos y que las consumidoras recortaban y guardaban, ideas con las que ampliar un poco el repertorio y romper el habitual "Jo, mamá, siempre haces lo mismo...". Otra era juntar etiquetas (los códigos de barras aún no habían hecho su aparición) y, pagando una pequeña cantidad de dinero contrarrembolso, conseguir libritos de recetas elaboradas a partir de sus productos. O sea, lo mismito que ahora las marcas de alimentación ofrecen con sus aplicaciones para móviles o en sus páginas web.

Mi madre nunca tuvo libros de recetas de los comprados, le bastaban los que conseguía de este modo. Era de las fieles, de las que guardaban el sobre de la sopa Gallina Blanca o escribía a Tulipán para recibir el libro. Debíamos consumir mucha leche condensada por aquel entonces, porque los recetarios de La Lechera son mayoría. También hay uno de Maizena y otro de Knorr. Otra fuente de recetas gratuitas eran los libros de instrucciones de los pequeños electrodomésticos. El gazpacho de toda la vida en casa viene del de la Braun Minipimer, y más de un guiso de carne que mi madre aún sigue haciendo salió del modo de empleo de la olla Magefesa.

Esos recortes y libritos ahora viejunos y chocantes, con fotos estrafalarias de platos decorados hasta la cursilería me acompañaron durante toda mi infancia, porque desde pequeña me fascinaban. Cuántas tardes de invierno, o de verano de aburrimiento y calor, le pedía a mi madre la "caja de las recetas" y me tiraba las horas muertas mirando fotos y leyendo cómo se preparaban manjares que, yo lo tenía claro, mi madre jamás de los jamases haría. Pero soñar es gratis, y yo por aquel entonces soñé mucho. Un día, mi madre me dio la caja ("Total, hija, si yo siempre hago lo mismo y a ti te ha gustado siempre mucho..."), y ahí la tengo. Aún hay días que la saco y miro las recetas, igual que entonces. Con idéntica fascinación y una pizca de nostalgia. Fue la semilla de mi actual biblioteca de cocina, de casi 100 libros.

Yo ya no recorto las recetas de los paquetes de pasta, aunque haberlas haylas todavía..., pero sí que me registro en sus webs de recetas y estilo de vida, y también me instalo muchas de las aplicaciones para móvil que las marcas sacan con la misma idea con la que hacían los libros de mi madre. Dar ideas para que no nos aburramos comiendo, vender sus productos, por supuesto, pero sobre todo, pasar a formar parte de nuestro día a día, colándose de forma sigilosa, pero duradera, en nuestra dieta y en nuestros recuerdos.

Y vaya si lo consiguen.



Tres ejemplos de cómo las marcas se adaptan a los nuevos tiempos. Las webs de :



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